Vivir el sueño: entre la inspiración y lo agridulce de la escena local.
En este texto, Jesús realiza una reflexión honesta sobre lo que realmente significa vivir el sueño cuando la música deja de ser adorno y vuelve a ser esencia.
REFLEXIONES SOBRE LA ESCENA


Vivir el sueño: entre la inspiración y lo agridulce de la escena local.
Por Jesús León
Quiero compartir este blog, porque hay días que me siento profundamente motivado por lo que está pasando en la escena local: ver a tanta gente involucrada, a tantos proyectos emergiendo, artistas que logran resultados increíbles, me inspira. Toluca/Metepec se ha vuelto un punto de encuentro donde la música electrónica late con fuerza; una zona que llama la atención de nombres internacionales, donde cada evento parece un pequeño triunfo colectivo. Pero al mismo tiempo, no puedo negar lo agridulce que resulta ver el otro lado de la moneda: la saturación de propuestas vacías, los discursos prefabricados que venden “viajes interdimensionales” y experiencias “multisensoriales” como si la música necesitara adornos cósmicos para justificar su existencia. Estoy cansado de la superficialidad disfrazada de espiritualidad, de la competencia absurda por ser el más visto o el más viral, como si organizar un evento fuera una medalla al talento y no una plataforma para compartir arte.
Vivir este sueño no ha sido sencillo. Muchos hablan del “sueño” como si fuera un punto de llegada, como si solo se cumpliera cuando uno toca en escenarios gigantes o cuando las cifras de reproducciones despegan. Pero el verdadero sueño, al menos para mí, está en el proceso mismo. En cada paso, en cada canción que logra erizarme la piel, en cada noche que paso construyendo sonidos desde cero, en cada evento que me cautiva. He aprendido a valorar el camino y a reconocer que cada avance —por pequeño que parezca— es ya parte del sueño cumplido. Soñaba con una laptop para producir, y la tengo. Luego soñé con un sintetizador, y hoy está frente a mí. No los veo como simples herramientas, sino como símbolos de lo que he logrado, como piezas de un rompecabezas que sigue tomando forma.
Sin embargo, en esta industria también he comprendido que no hay fórmulas mágicas. Podemos invertir tiempo, dinero, creatividad, en marketing, en reels, en TikToks, en estrategias infinitas, pero nada garantiza que una canción o un evento trascienda. Lo único que perdura es lo que realmente conecta, tanto en la música por si misma como en los eventos. Lo aprendí escuchando a mentores y colegas que me enseñaron a no producir para impresionar, sino para disfrutar. Prefiero una sola pista que haga vibrar, a mil canciones que nadie recuerde. Prefiero un venue pequeño con buena energia que la producción más sofisticada, y claro eso es lo que yo prefiero.
Y aún con todo ese amor que tengo por la música, reconozco lo duro que puede ser organizar un evento de electrónica, ya que es casi un deporte extremo: egos, competencia, promotores que luchan por quién tuvo “la mejor fecha” o “el mejor flyer”, como si la relevancia se midiera en quién hace más ruido. A veces pienso que podríamos tener un campeonato nacional de promotores, con categorías como “mejor intro de reel” o “promesa más exagerada del año”. Y en medio de toda esa comedia, de lo que menos se habla es de la música. Porque la música, irónicamente, parece haber pasado a segundo plano, entre los sueños de muchos de ser conductores de Venga la Alegría y la necesidad de la fama. Porque ahora hasta los artistas top tienen que hacer monólogos para poder llamar la atención del público.
Y hay artistas que logran transportarte de verdad, pero también hay quienes solo buscan transportarse ellos mismos: de evento en evento, sin propuesta ni rumbo, pero con muchas vistas. Y queramos o no la escena se desvirtúa, algunos se desgastan compitiendo por un espacio, en lugar de crear. Mientras tanto, otros siguen naciendo con la ilusión intacta de aportar algo genuino, y eso, dentro de todo, sigue siendo esperanzador.
Yo no quiero ser el promotor del año, ni el más viral, ni el que más stories genera. Quiero ser el mejor DJ y productor que pueda ser. Quiero hacer eventos porque son el espacio donde mi música vive, donde puedo compartir, conectar, aprender. Me gusta que la gente me vea, sí, pero me importa mucho más que me escuchen. Este texto es una invitación más a mirar de frente lo que somos como escena: un recordatorio de que estamos aquí por la música, no por el ego, no por las apariencias, ni por la ilusión de pertenecer a una “élite creativa”.
Y en ese punto, es imposible no hablar de las divisiones sociales dentro de nuestra propia escena. Los segmentos que separan a quienes asisten a ciertos eventos y desprecian otros; los que buscan desesperadamente encajar en un círculo de “gente con estilo”, creyendo que su valor aumenta según el lugar donde bailan o el tipo de público que los rodea. Hay quienes sienten orgullo por pertenecer a un supuesto grupo “selecto”, mientras miran por encima del hombro a quienes disfrutan en espacios más modestos, sin importarles el polvo, el sudor o los olores. Pero la música no entiende de clases. La música es para todos, sin importar cuánto cueste la entrada o cuán “instagrameable” sea el evento.
El clasismo en la escena local es real, aunque muchos prefieran disimularlo. Discriminamos al que no se viste “como debe”, al que no puede pagar ciertas experiencias, al que no entra en el molde del gusto dominante. Y también está el otro extremo: quienes se conforman con poco porque creen que no merecen más, y terminan normalizando lo precario como parte de la cultura underground. Ambos extremos nos alejan del propósito común: vivir la música desde la honestidad y la dignidad. Toluca tiene un potencial enorme, pero también una resistencia triste a la unión, a reconocernos iguales bajo el mismo beat. Nos perdemos entre ideologías y un positivismo exagerado que nos impide aceptar lo evidente: no todo está bien. Y si tú crees que todo está bien, probablemente ya terminaste tu camino aquí. Yo, en cambio, quiero seguir creciendo, aprendiendo, cuestionando.
La crítica no es enemiga del progreso, al contrario: es su motor. Criticar no es destruir, es observar con honestidad lo que se puede mejorar. Por eso lo digo de frente. Porque cualquiera puede criticar desde el anonimato, pero pocos se atreven a hacerlo con nombre y convicción. Si realmente amamos la música, debemos cuidarla de nosotros mismos. La escena no va a cambiar con discursos vacíos ni con “vibras altas”, sino con trabajo real, con autocrítica, con respeto. Al final, el verdadero sueño —el mío, el tuyo, el de todos los que vivimos para esto— no es llegar a la cima de un brinco, sino seguir caminando, conscientes de que cada paso, incluso los más duros, forman parte de la música que somos.
